Frente a las paredes de los Andes

Frente a las paredes de los Andes

Grandes piedras, grava fina, arenisca, ceniza volcánica, nieve y hielo son parte del cruce de la cordillera de los Andes desde Mendoza (Argentina) hasta el cajón del Maipo (Chile). Kilómetros de caminos pedregosos y senderos de mulas en donde pedalear es muy difícil, sino imposible. El camino era mucho más duro de lo que habíamos imaginado lo que explica la poca cantidad de ciclistas que desafían sus dos puntos más altos: el Portillo Argentino (4380 msnm) y el Paso Piuquenes (4000 msnm). Para aquellos que si lo hacen, la altura y el frío completan una travesía muy exigente física y psicológicamente y que pone a prueba quienes intentan cruzar por este solitario paso de montaña.

Solo un mes antes empezamos a planear esta ruta. No dude ni un momento al recibir el llamado de mi hermano Martín con esta idea en la cabeza. Cruzar la cordillera de Los Andes por un paso inhóspito y que pocos ciclistas visitan. Pocas semanas después aterrizaríamos en Mendoza, Argentina con todo el equipo pronto para comenzar la travesía. Martín y yo habíamos hecho bickepacking alrededor de Islandia unos años antes y desde ahí supimos que volveríamos a viajar juntos nuevamente. La ruta seleccionada, la cual es parte de una de las Rutas Sanmartinianas para llevar a cabo la expedición libertadora de Chile y del Perú, era el escenario ideal para reencontrarnos viajando. Habíamos estudiado los senderos a través de imágenes satelitales y tracks de GPS marcados por otros viajeros. Parecía posible. Al menos en los papeles.

El camino era mucho más duro de lo que habíamos imaginado lo que explica la poca cantidad de ciclistas que desafían sus dos puntos más altos: el Portillo Argentino (4380 msnm) y el Paso Piuquenes (4000 msnm).

Los primeros dos días fueron relativamente accesibles. Una pendiente suave pero constante a lo largo de todo el camino. Al tercer día comenzó lo interesante. Nos enfrentamos cara a cara con la majestuosidad de la cordillera. A lo lejos, en la cima, una minúscula hendidura en la roca nos indicaba que por allí pasaríamos y comenzaríamos la bajada hacia el valle que alberga el Río Tunuyán. El ascenso a la cima del Portillo Argentino fue duro. Los últimos 300 metros supuso un desafío físico y psicológico. Sin poder dar pedal y caminando por un angosto camino de nieve y piedras alcanzamos la cima. La inmensa, pero corta, alegría de alcanzar el paso de montaña, fue disipada por el frío viento que deja sin ganas de tomarse un minuto a contemplar la vista o pensar en el logro recién alcanzado. La bajada fue igual de complicada que la subida. La “Curva de las Mulas”, un acantilado de 300 metros que se ha cobrado la vida de cientos de mulas que acompañan a los arrieros en los cruces de verano, nos recordó que, a pesar del cansancio, nos teníamos que mantener concentrados al máximo. La geografía del camino nos marcó un ritmo muy lento que no nos permitió escapar de la noche. Sabíamos que adelante estaba un refugio militar, pero recorrer esos caminos de noche suponía un riesgo extra que, en las condiciones que nos encontrábamos, no era recomendable tomar. La ventaja que nos proporcionó la luna llena al salir, nos permitió llegar al refugio en plena madrugada a punto de colapsar del cansancio.

La “Curva de las Mulas”, un acantilado de 300 metros que se ha cobrado la vida de cientos de mulas que acompañan a los arrieros en los cruces de verano, nos recordó que, a pesar del cansancio, nos teníamos que mantener concentrados al máximo.

Al preparar la ruta y estudiar el camino habíamos identificado que el cruce del Río Tunuyán era el punto más crítico de la travesía. Los viajeros suelen cruzarlo en las primeras horas de la mañana montando en las mulas de los arrieros que realizan el cruce de diciembre a febrero. Y allí estábamos nosotros, en abril y sin ningún arriero en cientos de kilómetros a la redonda. Habría que cruzarlo a pie. En este punto las bolsas de Geosmina terminaron de demostrar todo su rendimiento. A pesar del frío al cruzar el río, nuestras pertenencias y ropa se mantuvo totalmente seca. Los siguientes dos días remontamos el Río Palomares acercándonos sinuosamente a la frontera de Argentina y Chile. La vegetación agreste y una fauna salvaje alucinante nos acompañaron hasta que el paisaje empezó a transformarse de forma radical hasta alcanzar algo parecido a la superficie de Marte.

Una paleta de colores aleatoria que se combinaba perfectamente para componer un panorama de ensueño. Ya quedaba poco. El Paso Piuquenes se veía cada vez más cercano. Es difícil describir el grado de cansancio de ese momento. Martín y yo caminábamos en fila. Yo me fijaba pequeñas metas. Alcanzar la siguiente piedra y descansar. Respirar. La presión del aire se hacía sentir. Martín me seguía. Después me confesaría que su objetivo era seguir mis movimientos y descansar cuando yo lo hiciera. Ambos estábamos agotados.

La vegetación agreste y una fauna salvaje alucinante nos acompañaron hasta que el paisaje empezó a transformarse de forma radical hasta alcanzar algo parecido a la superficie de Marte.

Alcanzar el Paso Piuquenes fue una sensación extraña. Sin ni siquiera sonreír, me sentía feliz. Estar allí con mi amigo y hermano. Abrazarnos. La inmensidad de la montaña nos hacía ver pequeños, pero sentir cómodos.

Ignacio Gianelli